Articulo publicado por el columnista Julio Cesar Londoño en el diario El Espectador el 29 de mayo de 2.009.
Hay palabras que un escritor no debe usar jamás. Por ejemplo mingitorio, vocablo que algunos prefieren al transparente orinal. Mingitorio es desastroso.
Hay palabras que un escritor no debe usar jamás. Por ejemplo mingitorio, vocablo que algunos prefieren al transparente orinal. Mingitorio es desastroso.
Evoca el tripitorio sobre el pedernal. Tornar es un verbo envarillado, nunca suena natural, siempre está sobreactuado. Cuando torné a Colombia… Debe ser uno de esos vocablos exclusivos de la mala poesía, como crepúsculo. Y es de mal agüero: cuando se lo pone, el poema cae en picada: Torne en mi boca el verso castellano/ a decir lo que siempre está diciendo/ desde el latín de Séneca: el horrendo/ dictamen de que todo es del gusano. (Borges, Ewigkeit). El único uso aceptable de esta palabra es “la operación retorno”.
Algunos autores sienten que la palabra mágico ha perdido su poder y ponen cualquier cosa, por ejemplo mirífico o feérico, palabra feúrica que nadie entiende y sugiere transporte por cables. Defecar es malsonante en todas las lenguas y no hay opción decente. Por eso yo sugiero que los personajes de las novelas se mantengan a punta de líquidos. Al fin y al cabo, orinar tiene posibilidades musicales: Cuánto daría por oírte orinar ahora en el fondo del patio, y escuchar la música de esa miel delgada, argentina, trémula, obstinada… (Neruda, El tango del viudo).
No escriba nunca celebérrimo, paupérrimo, bonísimo ni fortísimo. Pensar que munífico es superior a generoso, es síntoma de una sordera invencible.
El español no es dúctil para armar palabras compuestas. Todas resultan obvias y torpes: cortauñas, quitamanchas, portaviandas. Pero la reina es hispanoparlante, un camastrón de fealdad insuperable. La Academia debería promover un concurso para inventar un sinónimo que nombre bien un concepto tan frecuente y necesario.
“Alma de niño” es una expresión que debemos abolir. No tanto por lo cursi ni por lo trillada, sino porque es falsa. El alma de un niño es un desván de miedos, una cacharrería de antojos, una madriguera de monstruos, egoísmo y mezquindad. Es el tiempo el que pule esos seres humanos en obra negra que son los niños.
Tampoco debe un escritor citarse a sí mismo. “Como he dicho tantas veces en este mismo espacio…”, es un triple error. Es reconocer que se repite a menudo, suponer que todo el mundo lo lee y, lo que es más ingenuo, que todo el mundo recuerda puntualmente sus nimiedades. Hay que repetirse sin citas ni grandilocuencia.
Evite seguir al pie de la letra los consejos de los gramáticos. Si escribe “Hay conmigo personas honradas” para huir del naturalísimo habemos, el lector puede pensar que usted es un pillo que anda, por casualidad, en buena compañía.
Algunos citan así: “[Einstein] dijo…” para indicar que son rigurosos, que la palabra Einstein no estaba en el texto original. En realidad esos corchetes son horribles. Ortopédicos. Quedan como un andamio en la fachada de una catedral. No hacen sino introducir ruido, distraer al lector, malgastar bites preciosos. Mucho mejor poner: “Einstein dijo: Dios no juega a los dados con el universo”, y ya, como si el azar no existiera, como si Dios fuera muy serio y Einstein su jefe de prensa.
Hay que cuidarse de las alegorías porque tienden a reproducirse. Si usted dice que navegamos en aguas procelosas, agregará, de manera inevitable, que Colombia es un barco que capotea el temporal gracias al pulso firme de su capitán, y pese a los corsarios que acechan en las radas de la Iglesia, Semana y El Espectador.
Nunca ponga pies de página largos. Quiebran el ritmo del texto y se tiran el diseño de la página. Son como un zócalo muy alto o unos pantalones por encima del ombligo.
En síntesis, para escribir bien basta con seguir las instrucciones de D’Stefano: si quiere anotar, dispare duro y al ángulo.
Algunos autores sienten que la palabra mágico ha perdido su poder y ponen cualquier cosa, por ejemplo mirífico o feérico, palabra feúrica que nadie entiende y sugiere transporte por cables. Defecar es malsonante en todas las lenguas y no hay opción decente. Por eso yo sugiero que los personajes de las novelas se mantengan a punta de líquidos. Al fin y al cabo, orinar tiene posibilidades musicales: Cuánto daría por oírte orinar ahora en el fondo del patio, y escuchar la música de esa miel delgada, argentina, trémula, obstinada… (Neruda, El tango del viudo).
No escriba nunca celebérrimo, paupérrimo, bonísimo ni fortísimo. Pensar que munífico es superior a generoso, es síntoma de una sordera invencible.
El español no es dúctil para armar palabras compuestas. Todas resultan obvias y torpes: cortauñas, quitamanchas, portaviandas. Pero la reina es hispanoparlante, un camastrón de fealdad insuperable. La Academia debería promover un concurso para inventar un sinónimo que nombre bien un concepto tan frecuente y necesario.
“Alma de niño” es una expresión que debemos abolir. No tanto por lo cursi ni por lo trillada, sino porque es falsa. El alma de un niño es un desván de miedos, una cacharrería de antojos, una madriguera de monstruos, egoísmo y mezquindad. Es el tiempo el que pule esos seres humanos en obra negra que son los niños.
Tampoco debe un escritor citarse a sí mismo. “Como he dicho tantas veces en este mismo espacio…”, es un triple error. Es reconocer que se repite a menudo, suponer que todo el mundo lo lee y, lo que es más ingenuo, que todo el mundo recuerda puntualmente sus nimiedades. Hay que repetirse sin citas ni grandilocuencia.
Evite seguir al pie de la letra los consejos de los gramáticos. Si escribe “Hay conmigo personas honradas” para huir del naturalísimo habemos, el lector puede pensar que usted es un pillo que anda, por casualidad, en buena compañía.
Algunos citan así: “[Einstein] dijo…” para indicar que son rigurosos, que la palabra Einstein no estaba en el texto original. En realidad esos corchetes son horribles. Ortopédicos. Quedan como un andamio en la fachada de una catedral. No hacen sino introducir ruido, distraer al lector, malgastar bites preciosos. Mucho mejor poner: “Einstein dijo: Dios no juega a los dados con el universo”, y ya, como si el azar no existiera, como si Dios fuera muy serio y Einstein su jefe de prensa.
Hay que cuidarse de las alegorías porque tienden a reproducirse. Si usted dice que navegamos en aguas procelosas, agregará, de manera inevitable, que Colombia es un barco que capotea el temporal gracias al pulso firme de su capitán, y pese a los corsarios que acechan en las radas de la Iglesia, Semana y El Espectador.
Nunca ponga pies de página largos. Quiebran el ritmo del texto y se tiran el diseño de la página. Son como un zócalo muy alto o unos pantalones por encima del ombligo.
En síntesis, para escribir bien basta con seguir las instrucciones de D’Stefano: si quiere anotar, dispare duro y al ángulo.
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